¿Es la democracia liberal un tigre de papel? El PCCh, la democracia y la reforma política: de Mao a Xi Jinping

Con el asalto al Capitolio, el 6 de enero de 2021 se evidenció ante la opinión pública estadounidense e internacional la magnitud de la crisis política que afecta a la primera superpotencia del planeta. En China, al tiempo que se reprobaron los hechos se puso el foco en el “doble rasero” del “mundo libre” en general a la hora de comparar dicho asalto con el registrado en 2019 al Consejo Legislativo de Hong Kong. Violencia y vergüenza en un caso, justificación y halagos en otro, contrastaban los portavoces oficiales de Beijing.


Al día siguiente, en un editorial del diario Global Times (https://www.globaltimes.cn/page/202101/1212180.shtml Capitol mob represents an internal collapse of US political system)  se iba un poco más lejos: primero, la crisis era una muestra del fracaso de un sistema estadounidense enfangado en una brecha política de profundas proporciones; segundo, los sistemas democráticos liberales de Occidente deben abandonar su mesianismo, el afán por imponer su pensamiento político a otros países, dejar la soberbia y reformarse para acompañar los cambios, actualizándose reconociendo sus imperfecciones; tercero, es urgente una profunda introspección en tal sentido. En definitiva, que la reforma política no era solo una obligación de los países en desarrollo y que, parafraseando a Fukuyama, “los sistemas occidentales no son el fin de la historia”.


Desaparecida la euforia liberal que acompañó el clímax ideológico tras el fin de la URSS y de lo que se llamó el “socialismo real”, la complejidad actual nos interroga sobre la pérdida de calidad de los sistemas democráticos y las amenazas estructurales a su propia supervivencia. Incluso en Estados Unidos, crisol emblemático de las democracias liberales del mundo, están surgiendo fracturas que contradicen tanto la inexorabilidad como la superioridad del supuestamente insuperable modelo  democrático occidental.


Tal estado de cosas, en China y en un año en que el PCCh se apresta a celebrar con pompa y boato su primer centenario, viene al pelo para sacarse una espina: cualquier avance económico, social o científico se ha visto atemperado y ensombrecido por la crítica a sus déficits políticos, exhibiendo Occidente una estabilidad basada en la consolidación de un sistema de libertades en contraste con una China renqueante en este aspecto, temerosa y dubitativa. En la plasmación de su sistema político, el PCCh siempre ha adolecido de un cierto complejo. Si en lo económico, por ejemplo, demostró en las últimas décadas una considerable capacidad de gestión y emprendimiento hasta el punto de catapultar el país a la condición de segunda economía del mundo, sus taras políticas, a ojos occidentales, ofrecían un registro menos atractivo y menos contundente, y no solo entre las fuerzas conservadoras o liberales sino también progresistas.


La grave crisis política de EEUU es un baño de humildad que de no extraerse las oportunas lecciones, puede tener incluso consecuencias mayores. Y el PCCh exhibe un argumento poderoso para justificar que el rumbo de su reforma política, la búsqueda de una democracia “con características chinas” no tiene porqué homologarse con el modelo liberal. Otros sistemas, otras democracias son posibles….


Sin duda, el PCCh tiene razón al alertar sobre la insuficiencia reformista de las democracias vigentes. Y la crisis citada viene a darle la razón. Ab initio promueve un modelo alternativo, primero, siguiendo los cánones del orbe socialista de inspiración soviética; segundo, explorando reformas de diferente signo que no han llegado a cuajar por el momento. Además, el PCCh nunca disimuló su rechazo y crítica a cualquier intento de transformación liberal desmintiendo esa idea de una marcha inevitable del mundo hacia un sistema político homogéneo. Por el contrario, insiste, también en esto, en desarrollar una vía propia. Y no cabe duda de que la hipotética devaluación del modelo occidental le confiere una mayor expectativa de proyección a futuro para modular una gestión más eficiente, una demanda que puede ganar terreno ante la urgencia de desafíos esenciales (como las pandemias o el cambio climático) en las que se requiere una actuación expeditiva, aunque a costa quizá de sacrificar o subalternizar la fuerza “representativa” de un determinado modelo.


Tigres de papel: un concepto con historia


En lo político, las democracias occidentales, especialmente tras la caída del muro de Berlín, parecían imbatibles. No obstante, el PCCh, en coherencia con su canon ideológico, siempre defendió su modelo alternativo de una dictadura democrático-popular. Así figura inscrito en la Constitución china. Estratégicamente, el objetivo no podía ser más dispar. Sin embargo, tácticamente, a pesar de que las acusaciones de “inmovilismo” siempre han estado al orden del día reclamándosele una “quinta modernización” como complemento de las cuatro enunciadas por Zhou Enlai en 1964 (industria, agricultura, ciencia y tecnología y defensa), los proyectos de ajuste en lo político, orientados a perfeccionar el liderazgo del PCCh en paralelo a la definición de una legitimidad que no descansara perpetuamente en el hecho revolucionario, han estado muy presentes, especialmente durante el denguismo.


Fue en agosto de 1946 cuando Mao Zedong en una entrevista con la periodista estadounidense Anna Louise Strong enunció por primera vez la tesis comparativa de que tanto el imperialismo como todos los reaccionarios son “tigres de papel”. En esencia, lo que Mao pretendía transmitir era la convicción de que la verdadera fuerza radicaba en las masas y no en el imperialismo o los reaccionarios, a pesar de tener a su disposición recursos ingentes. El contexto era el siguiente: tiempos muy difíciles en los que el Kuomintang (KMT), apoyado por EEUU y con una gran superioridad en efectivos y en equipos, lideraba la guerra civil a escala nacional. Frente a sus frenéticos ataques y el mito de la invencibilidad del imperialismo, Mao no tenía duda acerca de la dirección correcta a seguir: emprender la lucha, agitar la revolución e imponer la victoria al enemigo. Y decía: “En apariencia son terribles, pero en realidad no son tan poderosos. Viendo las cosas desde el punto de vista del futuro, es el pueblo el realmente poderoso y no los reaccionarios”.


Años más tarde, Mao recuperó esta tesis en una alocución ante la Conferencia de Representantes de partidos comunistas y obreros celebrada en Moscú en noviembre de 1957, aclarando más su idea: “desde el punto de vista estratégico, debemos despreciar a todos nuestros enemigos; desde el punto de vista táctico, debemos tomarlos a todos muy en serio”. En suma, que el imperialismo es un coloso de pies de barro, como también podrían serlo sus sistemas políticos y su democracia.


El tema fue objeto de agudo debate en los años sesenta y es conocida la discusión con los comunistas italianos a propósito de este y otros temas (las divergencias entre el camarada Togliatti y nosotros, Pekín Informa, 4 de marzo de 1963) relacionados con la posesión de armas nucleares y la naturaleza del imperialismo. Para Mao, la bomba atómica era otro “tigre de papel” mientras que para Togliatti, los “dientes atómicos” del imperialismo no eran para tomarse a broma. Según Mao, quienes criticaban su tesis habían perdido las cualidades revolucionarias dejándose intimidar por una visión de corto plazo.


La invocación del “tigre de papel” a propósito del liberalismo democrático occidental viene a cuento del renovado empeño dispuesto durante el mandato de Xi Jinping para conformar las bases de un diseño político de alto nivel que establezca una nueva legitimidad y una nueva gobernanza capaz de rivalizar en lo táctico con los países desarrollados de Occidente. Su aparente invencibilidad debe quedar en evidencia ante la eficiencia y estabilidad que China mostrará cuando alcance su objetivo de construir un país socialista moderno y próspero en su segundo centenario (2049). Táctica y estrategia combinadas para que el último residuo del mito de la superioridad occidental pueda ser eclipsado por el PCCh.


La reforma política en cuatro tiempos


1.Mao y la “nueva democracia”


A finales de 1939, Mao publicó su ensayo “Sobre la nueva democracia” (Mao, 1976). En él dio respuesta a cuestiones como el tipo de Estado que China debía adoptar, cuál su sistema político, económico y cultural, cuál su futuro, aclarando un punto de vista del PCCh que sería tenido muy en cuenta en los años venideros, incluso a partir de 1949, influyendo de modo definitivo en la conformación de su sistema institucional.


Para Mao, la principal contradicción en aquella sociedad semicolonial y semifeudal radicaba entre el imperialismo y la nación china y entre el feudalismo y las masas populares; por ello, la revolución china debía pasar por dos etapas: la revolución democrática y la revolución socialista.


En su opinión la revolución democrática, que arrancaría del Movimiento del 4 de Mayo de 1919, había dejado de ser una revolución democrática en el sentido corriente de la palabra, convirtiéndose en una revolución de “nueva democracia”, es decir, antiimperialista y antifeudal y dirigida por el proletariado con el apoyo de las amplias masas populares. Esa hegemonía del proletariado, cuya vanguardia es el PCCh, connota la singularidad del proceso histórico y permite el establecimiento de un frente unido con la burguesía nacional para lograr aislar al enemigo principal.


Mao defiende en el texto un programa político, económico y cultural que impone una ruptura radical con el imperialismo y el feudalismo, dejando en claro que el porvenir de dicha revolución de nueva democracia no es otro que el socialismo. Asimismo, Mao sentencia en su ensayo que esas dos revoluciones (nueva democracia y socialismo) debían ser consecutivas y no podrían hacerse de un solo golpe, cuidando de evitar que pudiera intercalarse entre ellas una etapa de signo burgués. En consecuencia, la guía ideológica de la revolución de nueva democracia se orientaba con claridad hacia el socialismo, un proceso garantizado por la hegemonía del PCCh en su conducción.


El PCCh considera que este planteamiento de Mao fue vital en la época para comprender la etapa en que se encontraba el proceso revolucionario pero también la hoja de ruta para el desarrollo de la revolución china. De hecho, llegó a ser la bandera y guía para diferenciar entre los contenidos y tareas de cada etapa, desautorizando las tendencias troskistas y de los seguidores de Chen Duxiu que abogaban por el liderazgo de la burguesía nacional en la primera etapa, y yendo también más allá de las orientaciones que por entonces emitía la Internacional Comunista, a su entender poco claras.


Hasta el inicio de la política de reforma y apertura (1978) que puso fin, en lo fundamental, al maoísmo y dio paso al denguismo, este análisis de Mao se proyectó durante varias décadas, manteniéndose en buena medida incólume a pesar de los altibajos y tragedias que asolaron el transcurso revolucionario en aquel tiempo.


2.El XIII Congreso del PCCh


En este decisivo congreso, que tuvo lugar entre el 25 de Octubre y el 1 de noviembre de 1987, el PCCh, al insistir en la comprensión correcta de la etapa histórica por la que atravesaba el país, planteó una ambiciosa reforma política. Al plasmar la idea de que China estaba atravesando la etapa primaria del socialismo, dejó en claro que si bien era ya una sociedad socialista todavía se encontraba en su inicio. Esa circunstancia no se podía obviar y de ella se debía partir pues sería un periodo “prolongado”: “negar que el pueblo chino pueda emprender el camino socialista sin que medie un pleno desarrollo del capitalismo es una actitud mecanicista” (PCCh, 1988).


Entre los principios rectores enunciados en este XIII Congreso se formuló un quinto punto: “construir una democracia política con sujeción a la estabilidad y la unidad”. El socialismo, se señala, debe conllevar una democracia altamente desarrollada, un sistema perfecto de legalidad y un ambiente social de estabilidad. Si bien indica igualmente que no debe debilitarse la dictadura democrática popular, considera particularmente perentoria la construcción de una democracia política socialista debido a la fuerte influencia del absolutismo feudal. También se reconoce que debido a las limitaciones de las condiciones históricas y sociales, solo puede llevarse adelante “en forma bien ordenada y metódica”.


En el capítulo V del informe presentado ante el XIII Congreso del PCCh se desarrollan esas ideas generales. En primer lugar, preceptuando la vinculación entre la reforma de la estructura económica y la reforma de la estructura política de forma que no habrá éxito prescindiendo de la segunda a favor exclusivo de la primera. El Comité Central del PCCh, se enfatiza, considera que “está madura la coyuntura para colocar la reforma política en el orden del día de todo el Partido”. Su signo orientador sería el discurso de Deng Xiaoping de agosto de 1980  acerca de “La reforma del sistema de dirección del Partido y del Estado” (Deng, 1985).


Y se aclara: bajo ningún concepto se debe practicar la “gran democracia”, que socavaría la legalidad estatal y la estabilidad social. El sistema de asambleas populares, de cooperación y consulta entre los diversos partidos bajo la dirección del PCCh así como la vigencia del centralismo democrático, constituyen las peculiaridades y ventajas que de ningún modo deben ser desechadas para copiar mecánicamente la práctica occidental de “separar los tres poderes” y de gobernar entre varios partidos por turno. De lo que se trata es de crear una estructura de dirección que eleve la eficiencia general sistémica.


Para ello, se apuntan en el discurso siete ejes esenciales. En primer lugar, la separación del Partido de la administración gubernamental, es decir, separar sus atribuciones, preceptuando que el Partido debe actuar dentro de los marcos de la Constitución y de las leyes.  El Partido, por tanto, debe fortalecer su papel directivo convirtiendo sus postulados y políticas en voluntad del Estado siempre respetando los procedimientos legales. Anuncia una reducción profunda del aparato del Partido adosado al Estado, aligerando su significación mediante la supresión de grupos dirigentes o preceptuando que las comisiones de control disciplinario del Partido dejen de tratar los casos de infracciones de la ley o de la disciplina administrativa.


En segundo lugar, propone la transferencia de más poderes a las instancias inferiores, poniendo coto a la excesiva centralización de funciones y actuando según el principio general de todo cuanto convenga hacerse en un nivel inferior debe decidirse y ejecutarse en este nivel. Aboga por aumentar la autonomía de las empresas e instituciones de forma que el Estado se limite a prestarles servicios y a supervisar su funcionamiento. Los mismos criterios se aplicarían respecto a la relación con las grandes organizaciones de masas.


En tercer lugar, la reforma del aparato de trabajo del gobierno de modo que se limite el burocratismo, considerando que las medidas citadas y el propio fomento de la democracia socialista ayudarían en ese empeño. El Gobierno central abordaría una profunda revisión de sus funciones y su estructura, acompañada de una intensa reforma legal.


En cuarto lugar, la reforma del sistema de cuadros y de personal con el objeto de elevar la vitalidad, eficiencia e iniciativa, centrándose en introducir un sistema de funcionarios del Estado que serían de dos tipos: políticos y profesionales, con ámbitos claramente delimitados.


En quinto lugar, la implantación de un sistema de consulta y diálogo sociales a fin de tratar acertadamente y coordinar los distintos intereses y contradicciones sociales, apelando a un desarrollo intenso de la política “de las masas, a las masas”, con una mayor apertura y transparencia de los organismos dirigentes y la mejora de los canales existentes así como la apertura de otros nuevos.


En sexto lugar, perfeccionar algunos sistemas de la democracia política socialista, en especial el sistema de asambleas populares, racionalizando las relaciones con las organizaciones de masas. Especial atención se otorga al sistema electoral, procurando respetar aun más la voluntad de los electores y garantizándoles un mayor margen de opción a elegir, con más candidatos. La institucionalización de la vida democrática en la base, se dice, constituye un factor fundamental. También en este aspecto se aboga por perfeccionar el sistema autonómico como vía para fortalecer la unidad de las diversas nacionalidades minoritarias del país.


Por último, en séptimo lugar, redoblar los esfuerzos en el fomento de la legalidad socialista, con especial atención al desarrollo de instrumentos y mecanismos jurídicos, con una normativización creciente de todos los aspectos con el propósito de reducir la arbitrariedad, un empeño asociado con la prevención de la repetición de la gran revolución cultural y el trazado de una estabilidad de largo plazo en el país.


El informe señala que no se debe “cortarlo todo con la misma tijera”, que se debe adaptar el impulso reformista a las condiciones de cada caso pero fijando metas para avanzar de forma decidida en la reforma política.


Las ambiciosas previsiones establecidas en esta hoja de ruta orientada a introducir mecanismos renovadores y democratizadores del sistema político se vieron truncadas por la crisis de Tiananmen en 1989 que tuvo como consecuencia la imposición de un candado a este plan y la caída en desgracia de sus principales valedores. El mandato de Jiang Zemin, iniciado a partir de entonces en sustitución de Zhao Ziyang, obró con absoluta cautela en este aspecto y solo parcialmente, no de forma integral, siguió explorando los contornos de una reforma política.


4.Hu Jintao: Una democracia a medida


Durante el mandato de Hu Jintao (2002-2012), la noción de urgencia de la reforma política, aunque gradual y cautelosa, recuperó su vigencia (Ríos, 2012). La Escuela Central del PCCh, que el propio Hu dirigió entre 1993 y 2002, elaboró un informe a modo de hoja de ruta para la democratización con un calendario en tres etapas que culminaría en 2040. Entre sus autores figuraban Wang Changjiang, conocido defensor de la compatibilidad del desarrollo democrático con el sistema de hegemonía partidaria, y Zhou Tianyong. El prefacio fue de Li Junru, vicedirector de la Escuela.


En el documento se analizan los avatares de los proyectos de reforma política desde 1978, señalando que tras los sucesos de Tiananmen y hasta finales del siglo XX, el estancamiento primó sobre cualquier otra consideración. Solo en 1997, Jiang Zemin, al cumplirse los diez años del XIII Congreso, ante los delegados del XV Congreso volvió a esbozar algún propósito en este sentido pero en general, la reforma política vio agrandado su desequilibrio con respecto al rápido desarrollo económico.


El enfoque primordial sugerido es que la estabilidad a largo plazo tanto del Partido como del país pasa por la reforma política cuyo límite sería el preservar el liderazgo del Partido (con énfasis en el ejército, la burocracia y los medios de comunicación). En consecuencia, cualquier reforma política debe contemplar fortalecer el Partido, que es la garantía de la estabilidad. En este sentido, admitiendo que una mayor libertad en los medios de comunicación es una tendencia inevitable del desarrollo, sugiere explorar un término medio entre la situación actual, de subordinación absoluta al Partido y al Estado y la posibilidad de un enfoque que resulte adverso a la transformación pretendida. En este ámbito sensible, se propone, pues, mayor autonomía y una ley que regule el sector incidiendo en su papel supervisor y en un contenido más abierto y plural con fronteras definidas.


El documento propone reducir el tamaño de la Asamblea Popular Nacional (a 450 miembros), profesionalizar a los diputados y garantizar su inmunidad, potenciar la labor de control, aclarar un régimen de incompatibilidades y dinamizar la política de cuadros a través de elecciones (y no nominaciones) en campañas con competencia y posibilidad de revocación en cualquier momento.


Hu Jintao insistía en potenciar la democracia a niveles primarios como parte de una reestructuración política más amplia, eso sí, manteniendo la “orientación política correcta” y con el Partido asumiendo el papel central en la dirección del país. La idea clave: extender la democracia interna del Partido para desarrollar la democracia del pueblo, es decir, la conversión del PCCh en una escuela democrática que expandiría su ejemplo al conjunto de la sociedad de manera progresiva. La democracia interna reforzaría la capacidad de gobernar y el liderazgo en el desarrollo del país basándose en la garantía de que todos los miembros del Partido tienen igual derecho a conocer y supervisar los asuntos internos así como a participar en ellos y a decidir.


Cuando en julio de 2003, Hu Jintao pronunciaba un discurso con motivo del 82 aniversario de la fundación del PCCh, muchos partidarios de las reformas quedaron decepcionados. Unas semanas antes, en Qiushi, la revista teórica del Partido, hablaba de un programa de democracia interna orientado a reforzar el partido. Algunos vaticinaron entonces que anunciaría la celebración de elecciones internas, una mayor separación entre Estado y Partido, e incluso una redefinición de las relaciones del PCCh con los medios de comunicación o la justicia. Pero no hubo nada de eso: solo tributos de reconocimiento a Jiang Zemin y llamadas a corregir las desigualdades sociales. Algunos pensaron entonces que la correlación de fuerzas internas no le debía ser aún lo suficientemente favorable, pero que, pese a todo, el nuevo secretario general estaba convencido de la necesidad de impulsar transformaciones democratizadoras.


La publicación de un Libro Blanco sobre la Política Democrática (2005) despejó las dudas sobre la incidencia posible en el marco vigente de las innovaciones, mostrando la clara asimetría del atrevimiento en la exploración política. En este documento se ratifica de forma plena la continuidad del sistema en sus coordenadas esenciales: numerus clausus del pluralismo partidario, subordinación incuestionable al liderazgo del PCCh, rechazo de la alternancia…. Dicho Libro supone la reafirmación en un discurso de reforma limitada con el objetivo de agrandar la base de poder del PCCh y reforzar su liderazgo mejorando ciertos procedimientos internos de elección, más abiertos, pero cuidando de no ceder nunca la llave del poder. En suma, una actualización de las formas de legitimación que no ponga en cuestión el monopolio partidario, si bien yendo más allá de la comprensión común que asociaba democracia con un mero ajuste administrativo.


En noviembre de 2007 se dio a conocer otro Libro Blanco sobre el sistema de partidos en China. En él se reivindica una vez más el modelo vigente señalándolo como estación de llegada y no como punto de partida. El inmovilismo es total en este plano, se diría. El escenario político no se alteraría en absoluto, contrariamente a ciertas expectativas. Ni los partidos legales diferentes al PCCh ni sus líderes podían esperar esa mayor visibilidad que pudiera explicitar cierto pluralismo existente e integrable que diera cobijo a una mínima cosmética democrática homologable, aunque solo fuera en lo superficial, a expensas de esa lealtad inquebrantable al “partido mayor” que es el PCCh. Los anuncios de una mayor implicación de “independientes” en las tareas políticas tampoco se manifestaron en gestos de cierta entidad, más allá de algún reflejo menor en  los ejecutivos central y provinciales. Ningún avance se produjo en la corrección de dicha asimetría.


Pero estos devaneos, no obstante, reflejan la existencia de una preocupación interior, proponiendo una reflexión sobre el sistema político con el propósito de contrarrestar las críticas formuladas desde el exterior (nos hallamos en pleno periodo preolímpico de los Juegos de Beijing), pero también  sugiriendo introducir mayores dosis de democracia en un modelo que se mantiene incólume desde los tiempos del maoísmo, tan alejados de una realidad como la actual.


El inmenso cambio experimentado por China desde 1978 y las nuevas realidades económicas y sociales que pudieran plantear a corto plazo la exigencia de canales específicos de expresión en forma partidaria, podrían revertir la concepción existente de la estabilidad, garantía que constituye la razón de ser, la preocupación y el objetivo de la política desarrollada por el PCCh y que podría dar al traste con este nuevo balbuceo de intento de acomodo.


Por otra parte, todas estas innovaciones daban cuenta de que efectivamente eso que llamamos inmovilismo, en realidad se halla en constante movimiento. Lo hace por un afán de supervivencia, con el aparentemente infalible mecanismo de la adaptación o pragmatismo, pero con un claro horizonte de permanencia. Y esta leve agitación servía igualmente para aquilatar pequeños pasos en la democratización interna del PCCh y la exploración de mecanismos de participación social en la toma de decisiones que puedan ser manejables por el poder.


Democracia, de hecho, fue la palabra de orden en el XVII Congreso del PCCh (2007) y cabe reconocer que Hu Jintao abrió un gran debate sobre el tema. El contorno central de la discusión también lo estableció: se trata de instrumentar una democracia que refuerce el sistema, no que lo cambie. De las experiencias llevadas a cabo en el medio rural o en diversos escalones del propio Partido a través de elecciones directas y con mayor pluralidad, no se derivaron consecuencias de interés. En el año 2011, por ejemplo, la profusión de candidatos independientes en las elecciones locales fue claramente entorpecida, aunque se manifestó una clara disparidad de criterios en cuanto a la actitud a mantener respecto al fenómeno, que no todos en la dirigencia del PCCh interpretaron en clave de hostilidad.


El problema de fondo radica en que la concepción de la relación PCCh-sociedad sigue imbuida de un paternalismo autoritario, por otra parte tan propio del imaginario confuciano, de difícil superación, basado en el control de todo cuanto se mueva en su entorno para evitar cualquier cuestionamiento. En ese empeño, la jerarquía fija los límites del experimento y anula cualquier posibilidad de relación de igualdad que opere como mecanismo regenerador de las propias estructuras  partidarias a través de procesos legitimados socialmente.


Las reformas del régimen electoral, por ejemplo, se encaminaron a igualar la proporción de representantes de los residentes urbanos y rurales, pero no propiciaron ruptura democrática alguna. En ningún caso se trata de abrir puertas a un pluralismo partidario efectivo sino de reforzar la legitimidad del PCCh como principal instrumento de la democratización, lo cual equivale a decir que sin democratizar el PCCh no puede haber democracia en el país. Ese parece ser el núcleo central del consenso establecido en la cúpula china. Para mejorar la calidad democrática del sistema, no se trataría ahora de perfeccionar los procesos electorales a nivel popular, añadiendo pluralidad y dinamismo y utilizando estos –siguiendo el ejemplo rural- para sanear las estructuras partidarias, sino de alentar un salto democrático en el propio orden interno del PCCh.


Así, el proceso “democrático” inspirado por Hu Jintao se reivindica desde una doble perspectiva: como modelo para lograr una mejor calidad de la gestión pública y como esfuerzo para definir un camino singular que le distancie de los “peligros” del modelo occidental ya sea sustentándolo en el relativismo cultural o en la tradición histórica (no así en la doctrina marxista-leninista ni en el pensamiento Mao Tse-tung que siguen inspirando formalmente su cuerpo ideológico). Hablamos pues de una especie de antiviral político orientado a mejorar la calidad de la burocracia, un proceso que tendría efectos positivos en el conjunto de una sociedad que mayoritariamente recrimina la corrupción, el abuso de poder o la incompetencia, como los principales males gubernamentales. Si cierto nivel de democratización permite solucionar estos problemas, estaremos en el camino cierto. Todo este proceso es, pues, inseparable de los intentos de reformar los mecanismos de evaluación de los funcionarios, de exigencia de una mayor transparencia en su patrimonio, de sus relaciones familiares y sociales, etc., etc. Pero ¿puede funcionar sin más libertad?


Si el PCCh es el laboratorio de la democracia ideado por Hu Jintao, la garantía de los derechos democráticos de sus miembros es clave. Necesitarían más poder, más transparencia, mayores posibilidades de expresión autónoma de las ideas y no solo en la elección de los dirigentes. Ello sugiere también alejar las fronteras del debate político. Pero aquí las cautelas predominan.


Pesa la idea de que la democracia, en su versión occidental, conlleva una intensificación extrema del debate político, la activación y exacerbación de las diferencias como forma de cultivar el espacio electoral genuino, habitualmente incluso prescindiendo de escrúpulos, y esa división, a veces polarizada, se traslada a los ciudadanos, afectando la viabilidad de proyectos que exigen un considerable nivel de unidad social para ser eficientes. De acuerdo con esa lectura, en el actual tiempo histórico, más allá de la existencia o no de “madurez social” para ejercitar una democracia efectiva, al PCCh le preocupa preservar a toda costa esa capacidad de convocatoria unánime a toda la colectividad para implicarse a fondo en la culminación del proceso de revitalización del país, tildando de “traidores” y “antipatriotas” a aquellos que anteponen la defensa de un tipo de democracia que puede hacer peligrar el renacimiento de la gran nación china. Mientras ese proceso no se complete, al menos en su fase primaria y con capacidad suficiente para defender la soberanía nacional, no cabe imaginar procesos de pluralización efectiva de la vida política. Primero, el desarrollo necesario, después, la democracia posible.


En la defensa a ultranza de esos valores (singularidad, soberanía) radica la propia supervivencia del PCCh como estructura medular del sistema, tan dependiente de la necesidad de mantener una considerable capacidad de control sobre los resortes económicos esenciales (los principales sectores estratégicos) y los aparatos de seguridad, ejército incluido –que solo rinde cuentas al Partido-, como del ejercicio de un mandarinato benévolo por sus varios millones de militantes que cubren todos y cada uno de los nichos de poder de la República Popular China.


Para profundizar la democracia, Hu Jintao no trasladó al ámbito urbano la experiencia rural, sino que intentó trasladarla al Partido. Ello deviene de un diagnóstico de las autoridades chinas que sugiere que el descontento social con el sistema está directamente relacionado con las taras internas que muestran el PCCh y su enorme burocracia. Es, por lo tanto, lo que se debe remediar, en vez de poner patas arriba todo el sistema, imitando un modelo que perjudicaría, con seguridad, el mantenimiento de la unidad indispensable para lograr el objetivo de la modernización.


Conviene por ello no olvidar que en estos años se ha reforzado y no debilitado, pese a estos debates, la cercanía del Partido a los principales resortes del poder.


Si en el ejercicio de su mandato Hu Jintao parece creer en una vía propia hacia la modernización política, defiende igualmente que el éxito de ese proceso dependerá de la capacidad de las propias autoridades para resistir las presiones externas. La conservación de un nivel de autonomía suficiente es condición sine qua non para hacer de China un país poderoso. Las disensiones internas entre las diferentes sensibilidades se solapan ante el argumento nacionalista, hoy el magma más sólido que permite cohesionar una sociedad que, por otra parte y conviene tenerlo presente, experimenta niveles de pluralidad real nunca vistos antes.


El criterio de que nada en China puede hacerse de la noche a la mañana alentó el concepto de “democracia incremental”, promovido por Yu Keping, subdirector del buró central de Traducción del PCCh, partidario de avances ocasionales en ciertos segmentos de la sociedad, alcanzando, paso a paso, mayores cotas de transparencia, de libertad y control público.


Es en la democratización de la política donde el PCCh se juega buena parte de su futuro, se sentenciaba en la década de Hu Jintao, debiendo trascender el permanente dilema entre el post-maoísmo y el retromaoísmo para formular con energía nuevas propuestas que revelen su capacidad no sólo para procurar un mayor bienestar a la ciudadanía sino también para tomar la iniciativa y ensanchar la esfera de los derechos cívicos y las libertades públicas.


5.La experiencia de los comités de aldea


Los primeros Comités de Aldea surgieron en la región autónoma de Guangxi entre 1980 y 1981, al inicio de la política de reforma y apertura. Nacieron de forma espontánea al margen de las propias autoridades locales, a instancias de los aldeanos más viejos o de la mano de cuadros que habían sido marginados durante la revolución cultural pero que conservaban una fuerte vocación cívica. El objetivo consistía en poner coto al deterioro del orden social, encauzar la crisis política y recuperar la actividad económica en un momento en que las brigadas y equipos de producción habían colapsado con la encrucijada de las comunas. Apreciado como ejemplo de la iniciativa de las masas se afirmó como una demostración del cambio en marcha en el mundo rural, aún inmensamente mayoritario, y las autoridades del PCCh a nivel local lo avalaron. El respaldo posterior del gobierno central y de la propia Asamblea Popular Nacional dio alas al experimento que fue generalizándose a escala de todo el país.


La Constitución de 1982 consagró la figura de los Comités de Aldea como estructuras de base, autónomas, preceptuando que su presidente, vicepresidentes y miembros deben ser elegidos directamente. También menciona la institución de diversas comisiones para hacerse cargo de la gestión de los asuntos públicos, colaborando en el mantenimiento del orden público y canalizando las opiniones y demandas de la población hacia los gobiernos populares de superior nivel (artículo 111). La mayor autonomía en su funcionamiento les diferencia de las comunas y las brigadas o los equipos de producción, de forma que los gobiernos populares locales guiarían su actuar pero no quedarían jerárquicamente supeditados. Otra diferencia reside en que contempla la elección directa de estos comités por todos los electores, los vecinos del área correspondiente. En 1987 se aprobó la Ley Orgánica Provisional de los Comités de Aldea, que estableció los principios generales para la elección directa de sus integrantes y definió sus tareas y responsabilidades. La instrumentación de esta ley, incluyendo la promulgación de regulaciones detalladas, fue encomendada a las autoridades provinciales y a otras de inferior rango. La calidad de las elecciones, así como su total aplicación, varió considerablemente de una jurisdicción a otra y 10 años después de su introducción, en torno a un 25 por ciento de las más de 658 mil aldeas existentes en China (cifras disponibles a finales de 2002), habían celebrado elecciones directas de conformidad con lo previsto en la ley.


En 1998, la APN convirtió en permanente la Ley Orgánica, aclarando y mejorando algunos aspectos de los procedimientos prescritos para los comicios, fortaleciendo las reglas de transparencia y de control popular. Esta ley operó la consolidación política y legal de los procesos electorales en las aldeas, si bien su plena aplicación constituye un permanente desafío, más aún después de la introducción de medidas más rigurosas, por ejemplo, la disposición de cabinas para proteger el secreto del voto o la nominación directa de candidatos. La calidad de las elecciones a lo largo y ancho del país todavía varía considerablemente.


Los miembros de los Comités de Aldea son elegidos para un periodo de tres años y pueden ser reelegidos de manera indefinida. Están compuestos por entre tres y siete miembros, entre los cuales hay un presidente y uno o dos vicepresidentes. Aunque hay variaciones entre una provincia y otra, generalmente supervisan todos los asuntos administrativos, incluyendo finanzas, empresas públicas, seguridad pública, orden social y seguridad, asuntos de salud y administración de los negocios locales, mediando incluso en los litigios entre residentes. Las aldeas de mayor tamaño pueden sumar más de 10.000 personas, mientras que las más pequeñas sólo tienen unos cuantos cientos. La “aldea promedio” tiene entre mil y dos mil habitantes.


Los comités de aldea rinden cuentas a la Asamblea de la Aldea o a la de Representantes de la misma; la primera sólo se reúne una o dos veces al año, en tanto que la segunda, compuesta por entre 25 y 50 personas seleccionadas por pequeños grupos de aldeanos, juega un papel más importante en el proceso de toma de decisiones y en la supervisión del comité. La administración electoral corre a cargo de un comité ad hoc.


Estas elecciones se llevaron a cabo ya en las 31 provincias, regiones autónomas y municipalidades, formando parte de su paisaje político y administrativo, si bien algunas tienen más experiencia que otras. Por ejemplo, en 2003, las provincias de Fujian y Liaoning, dos provincias que van a la vanguardia en este aspecto, ya habían celebrado ocho y siete elecciones, respectivamente y en 19 provincias se habían realizado entre cuatro y seis elecciones. En el año 2000 no había una sola provincia que no hubiera efectuado por lo menos una primera ronda de elecciones en las aldeas de su jurisdicción. Este diferente ritmo también se manifiesta en el hecho que las elecciones no son coincidentes en todo el país. Durante el año electoral fijado por cada provincia, los cantones, poblados y ayuntamientos que la integran deciden de manera conjunta los días en que se realizarán los comicios en las aldeas de su jurisdicción.


Cada proceso electoral sigue el mismo esquema básico. El primer paso es el registro de electores, a cargo del Comité Electoral de la Aldea. La lista de electores tiene que ser expuesta públicamente 20 días antes de la elección. Los electores pueden impugnar dicho censo. A excepción de aquellas personas a quienes se les han suspendido sus derechos políticos, quienes tengan 18 años cumplidos disfrutan del derecho a votar y a poder ser elegidos independientemente de su etnia, raza, sexo, profesión, grupo familiar, creencias religiosas, nivel de educación, propiedad o tiempo de residencia en la comunidad. Un problema importante que afecta al censo y al desarrollo electoral es el relacionado con la población migrante, ese importante número de electores que están registrados en su “aldea natal”, pero que viven y trabajan a una gran distancia, a menudo en una de las grandes concentraciones urbanas a donde migraron por razones económicas. Para muchos es difícil, cuando no imposible, regresar a su aldea el día de la elección y tampoco es común que se habiliten medios para emitir el voto por correo.


Tras la definición del censo, se nominan de manera directa a los candidatos. En la mayoría de las provincias, es requisito que solo se postule un número de candidatos que exceda en uno al número de cargos disponibles como presidente, vicepresidentes y miembros ordinarios. En los últimos años, las nominaciones en algunas provincias se han llevado a cabo a través de la participación de los propios aldeanos en reuniones de la Asamblea de la Aldea, mientras que en otras se prescinde de este proceso de nominación. Si la elección se frustra y no posibilita la formación de un nuevo comité o no se cubren todos los cargos, se convierte de facto en una primera vuelta electoral a la que debe seguir una segunda entre los candidatos más votados.


La elección final, en todo caso, debe ser directa. El uso del voto secreto y de cabinas (o habitáculos similares) para poder hacerlo es obligatorio en la mayoría de las provincias. Existen tres modalidades de votación: a) voto en masa, donde todos los electores van a un centro de votación por la mañana, votan y permanecen allí hasta que termina el recuento de votos; b) votación individual durante todo el día de la elección; y c) votación en ausencia o por representante, o bien “voto itinerante”. La mayoría de las provincias usan el voto en masa. Las papeletas contienen los nombres de los candidatos listados debajo del puesto por el que compiten y el elector debe marcar los nombres de los candidatos que desea elegir.


La elección se considera válida si una mayoría absoluta de los electores registrados acude a votar; los candidatos triunfadores también se definen por la mayoría absoluta: deben obtener al menos el 50 por ciento más uno de los votos emitidos. Si ningún candidato consigue la mayoría absoluta, se lleva a cabo una segunda vuelta tres días después. En la segunda vuelta, los candidatos sólo necesitan recibir el 33 por ciento de los votos emitidos para ganar. Los ganadores asumen sus cargos de forma inmediata.


En estas elecciones en las aldeas, la ley electoral ordena la observación de los principios característicos de todo proceso democrático: voto secreto, elecciones directas y candidatos múltiples (aunque su número es restringido). El progreso mostrado en los procesos de elección de los Comités de Aldea alimentó la expectativa de que las elecciones directas puedan también llevarse a cabo a mayor escala, en los ayuntamientos, cantones  y poblados e incluso en niveles superiores de gobierno. Por el momento, esa expansión no figura en la agenda. Otros procesos electorales en China a otros niveles no han incorporado estas normas en su totalidad.


Sin duda, estos comicios en las aldeas constituyen un experimento democrático genuino y aunque no observan en toda su extensión los criterios occidentales a aplicar en dichos procesos, no debiéramos menospreciar su importancia. La elección de los órganos parlamentarios en China tanto a nivel de Estado como de provincias o regiones autónomas carece de dichos atributos. Y aunque en todos ellos, la autoridad de los secretarios del Partido es la referencia máxima del poder, en las aldeas, los comités gozan de una autoridad reconocida por los propios vecinos y de indudable efecto práctico. Por consiguiente, sin perder de vista la referencia a los cánones absolutos que ensalzan el proceso electoral en las democracias liberales (también aquejada de problemas serios, desde la confección de listas electorales al transfuguismo o la mercantilización, entre muchos otros), debemos situar la relevancia de los comités de aldea en su propio contexto y como exponente de una evolución que llegado el caso pudiera extenderse a otro ritmo.


De hecho, las elecciones a los Comités de Aldea han tenido consecuencias a modo de experimentos para la elección de las autoridades de los ayuntamientos. Su normalización desmiente los hipotéticos peligros asociados a las elecciones directas y en función de la voluntad política existente en un momento dado aportarían el bagaje necesario para que pudieran realizarse elecciones directas en los niveles superiores de gobierno.


6.Xi Jinping: del eclipse de la democracia al auge de la gobernanza


Aunque oficialmente siempre se ha defendido que la reforma política en China ha discurrido en paralelo a las reformas económicas, lo cierto es que mientras en estas últimas se ha avanzado a un ritmo sorprendente, en lo político han predominado las cautelas. Algo cambió, no obstante, en el XVII congreso del PCCh celebrado en 2007, cuando se convirtió en uno de los asuntos centrales de la agenda. Desde entonces, el debate fue creciendo, destacando la irrupción de los neomaoístas, que reivindican una tercera vía entre el inmovilismo y la democracia occidental: el espíritu de la Nueva Democracia por el que Mao clamaba en los años treinta. Descartada esta opción, como también la sugerida por los firmantes de la llamada Carta 08, todo parece indicar que el rumbo de la reforma política seguirá una ruta paralela a la económica: si en una se trató de domesticar el mercado sin renunciar a la planificación, en otra se trataría de domesticar la democracia sin renunciar a la hegemonía política del PCCh. Ese es, en esencia, el paradigma que nuclea el discurso de Xi Jinping.


La verdad es que no son estas las horas más propicias para cantar las excelencias de las democracias occidentales, inmersas en procesos de deterioro y pérdida de sustancia que ahondan sus déficits no menos tradicionales. Los diversos movimientos sociales que hemos vivido en los últimos tiempos en torno al rechazo de un sistema representativo si bien legitimado por la aritmética del sufragio muy cuestionado por su deriva corrupta y a despecho de programas electorales desmentidos por una praxis abiertamente contradictoria, advierten de su encogimiento y adulteración ante el enorme poder de los mercados cuyo “voto” se impone sin titubeos.


Así las cosas, parece que a China se le pone más fácil reivindicar su derecho a explorar la construcción de una “democracia diferente”, ahondando para ello en su tradición cultural, en sus especificidades demográficas y geográficas, y también políticas, en torno a un PCCh que, por el momento, parece capaz de imponer su criterio a los poderes económicos que controla muy directamente a través de la poderosa red de empresas estatales situadas en los sectores estratégicos de la economía nacional y sometiendo a regulaciones estrictas al pujante sector privado (muy explícito en el reciente caso Ant Group, empresa de Alibaba).


Cuando el PCCh de Xi Jinping habla de democracia está pensando, a lo sumo, en varias cosas: en alargar la base de sus decisiones políticas estimulando un proceso de consultas con el auxilio de las nuevas tecnologías; en someter su gestión al análisis y dictamen de la ciudadanía a través de asambleas abiertas, proceso que se viene experimentando en varias ciudades del país y especialmente en el mundo rural como hemos visto; en la elección de representantes políticos en condiciones de una pluralidad controlada y con la participación de candidatos independientes; en la afirmación de mecanismos que aseguren el pleno respeto a una ley que se pretende igual para todos operando un cambio cultural basado en su preeminencia frente a la fuerza tradicional de la costumbre; en la dotación de instrumentos mejorados para luchar contra la corrupción y los abusos de poder, fenómenos que lastran su credibilidad ante la ciudadanía de modo muy explícito, etc. (Ríos, 2018)


No estamos hablando, pues, de la separación de Estado y Partido, tampoco de independencia de la justicia, ni mucho menos de pluralismo político más allá del numerus clausus vigente a través de la Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino, tampoco de alteración del liderazgo absoluto del PCCh y su régimen de co-participación limitada en la gestión pública sin alternancia… Se trata, por lo tanto, de plantearse la identificación de aquellos fenómenos que dificultan el funcionamiento correcto del sistema y afectan a su eficiencia y apoyo social, arbitrando medidas concretas de rectificación, todas ellas puntuales. El siguiente paso, objeto de reflexión en el mundo académico y partidario, consiste en el establecimiento de un diseño de alto nivel y más completo que confiera las vigas básicas de un desarrollo del sistema político vigente, mejorando su gobernanza y legitimidad.


La democracia (popular, interna del Partido, deliberativa o incremental) tiene en el PCCh de Xi el sentido de una proposición llamada a incidir en el saneamiento de su vida interna y en la higiene de un mandarinato hoy sometido al escrutinio público por medio de cauces que pese a los controles pueden escapársele (Internet). Una sociedad cada vez más autónoma encuentra en este discurso una oportunidad de incidencia mejorada a través de mecanismos de expresión complejos de reprimir y que sitúan al PCCh tanto a la defensiva como en disposición de aliarse con los críticos para anticipar soluciones.


Quizá el PCCh considera que la combinación de crecimiento, mejoras sociales y un perfeccionamiento de la burocracia, actualizando sus formas y mecanismos de funcionamiento, sus niveles de institucionalidad y virtuosidad, puede ser suficiente para preservar su hegemonía. El problema radica en que este planteamiento no altera el paradigma que caracteriza la relación poder-sociedad que sigue instalado en un escenario que diferencia entre quien manda y quien obedece, entre quien dirige y quien es dirigido.


La sucesión de muestras de descontento, de raíz diversa (laboral, ambiental, cívica, etc.), muy abundantes en los últimos años, inciden en dos claves de difícil admisión para el PCCh: la autoorganización social y el ejercicio de libertades igualmente básicas como el derecho de expresión o manifestación. Lo más natural y previsible es que ese desafío vaya en aumento a medida que se consolide el proceso de urbanización y que las clases medias progresen en importancia y en cohesión. Integrar esa trayectoria convirtiéndola en aliada y no en desafío sugiere una mayor generosidad en cuanto a los instrumentos de participación y a la tolerancia en materia de libertades públicas.


Si la democracia tiene que ser económica, social, cultural y política, no será fácil limitar su progresión. Por el contrario, unas dimensiones se interrelacionan con otras de modo inevitable. Obstinarse en establecer diques de conveniencia puede resultar un ejercicio de muy difícil encaje a largo plazo.


Que la tradición del mandarinato virtuoso sea capaz de mitigar la fuerza del impulso democrático que plantea no solo formas distintas de elección sino una transformación más profunda de las relaciones poder-sociedad está por ver. Es evidente que ese magma civilizatorio tiene una fuerza que no se puede despreciar, pero difícilmente cuajará si solo se trata de un recurso adicional para blindar un autoritarismo a la medida del PCCh.


No todas las democracias tienen por qué ser iguales, pero cualquiera que sea la definición, formal o informal, del sistema político chino, no puede dejar de incorporar ciertos valores en su agenda. Si el PCCh ha sido capaz de desterrar la asociación entre socialismo y pobreza, a la que tantas veces aludió Deng Xiaoping para justificar el abandono del maoísmo económico, aunque a un coste social y ambiental que llevará años corregir, desterrar el autoritarismo sigue siendo el reto adicional al que Xi Jinping tampoco podrá sustraerse.


La alternativa neolegista


Fue en 2004 cuando se introdujo en la Constitución el mandato de “gobernar según la ley”, un aserto que ahora parece incorporar un mayor recorrido situándose en el frontispicio de la construcción de un Estado de derecho.


El presidente Xi insiste como ningún otro dirigente anterior en la importancia de fortalecer el imperio de la ley como expresión de la modernización de la gobernanza del Partido Comunista y del Estado. Cuanto más se aleja la legitimidad de origen basada en el hecho revolucionario, cuanto más su economía se adentra en una nueva normalidad pletórica de dificultades para la consecución de sus objetivos, más esencial resulta para el PCCh insuflar una cultura que haga depender su legitimidad de la observación de un sistema legal adoptado a partir de sus preferencias y necesidades y no solo del balance inmediato de su gestión.


Las transformaciones del sistema legal en China es un tema poco estudiado, en parte por la atención preferente prestada a las mutaciones económicas y porque los cambios en esta materia siempre se han considerado meramente cosméticos y de orden secundario. No obstante, cabe decir que estas alteraciones han ganado creciente interés a medida que la plasmación de un Estado de (o con) derecho se incorpora a la agenda política.


La Constitución china exige a todas las organizaciones que cumplan con la ley y recoge también la supremacía de la autoridad del PCCh. Definir la relación entre el poder legislativo y el poder ejecutivo sigue siendo fuente de controversia y tirantez entre los reformadores del sistema legal chino. De hecho, incluso después de que determinadas políticas adquieran expresión legislativa, en la práctica, las directivas del PCCh y hasta los discursos de sus líderes pueden llegar a modificarlas.


La conversión de China no ya en un Estado de derecho sino simplemente en un Estado regido por la ley no es tarea fácil. Es cosa sabida que culturalmente en China se dice que “mandan los hombres y no las leyes”. Aunque China nació legista, el confucianismo llegó a primar sobre otras corrientes filosóficas. Para la escuela legista (representada sobre todo por Han Feizi), el orden viene dado por la existencia de una autoridad, la vigencia de las leyes y el conocimiento del arte de gobernar. Para los confucianistas, la base del orden es la virtud, la benevolencia y la justicia. Para los taoístas, cuantas más leyes se promulguen más delincuentes habrá. En el neoconfucianismo identificamos un ala idealista representada por Mencio y continuadora de Confucio mientras el ala realista (Xun Zi) considera que el ser humano es egoísta por naturaleza y además de educación se requiere el poder de la justicia para vencer el individualismo de los hombres.


Las influencias de las dos grandes escuelas chinas (legismo y confucianismo) en el desarrollo del Derecho confluían en que no le atribuían una función principal en la organización social en detrimento de la educación (confucianismo) o el poder absoluto de un emperador que consideraban elementos pivotantes y estructuradores de la sociedad. Durante el maoísmo, el apego a la norma se consideró un “límite” indeseable al poder del Partido. En consecuencia, Mao envió el Derecho y sus instituciones al cajón del olvido.


Cuando a finales de los años setenta pasó a reconocerse como un instrumento al servicio de la reforma económica se propició un nuevo enfoque. Lo que hoy se plantea es un punto de inflexión en dicha trayectoria. Aun así, si bien los actuales dirigentes toman distancia de aquel Mao que no quería leyes que pudieran “atar las manos y pies de la Revolución”, no está ni mucho menos claro que estén dispuestos a asumir el sacrificio del axioma más importante, el principio según el cual las necesidades políticas están por encima del Derecho.


Dos grandes retos tiene por delante el PCCh en este campo y que afectan a la propia viabilidad futura del sistema político actual. Uno es la independencia de la justicia, cuya asunción sugeriría avances hacia una real división de poderes capaz de trastocar el conjunto del sistema institucional. Otro es la formalización de las propias reglas del Partido en lo que atañe a aspectos esenciales como la sucesión, demasiado débiles a día de hoy, cuestionados e inmersos en una ambigüedad que hace que los juicios sobre el porvenir sean difíciles. Esas dudas sobre el futuro es uno de los mayores factores de inestabilidad que no se conjuran con un “líder fuerte”, sea considerado “núcleo” o no. Por el contrario, sin reglas claras y precisas puede derivar en una mera profundización en el gobierno autocrático, hoy solo limitado por la continuación de la reforma y apertura y estos coqueteos de desigual significación con la promoción del imperio de la ley.


En 2014, el PCCh lanzó el mensaje de un claro impulso al valor y utilidad de la norma como mejor garante de la estabilidad y la gobernanza del país. Pero cabe señalar que las apelaciones al Estado de derecho no son nuevas en la política china. El propio concepto del “imperio de la ley” figura inscrito en la propia Constitución desde 1999. Ahora bien, ciertamente es la primera vez que se avanza desde lo genérico a lo concreto, formulando ideas, conceptos y propuestas que pueden incidir a medio plazo en la plasmación de una nueva cultura política en el desarrollo del país.


Entiéndase bien que en ningún caso se está planteando el cuestionamiento de los vectores fundamentales del sistema, muy especialmente el papel del PCCh. Por el contrario, como los documentos oficiales se cuidan de señalar, los cambios deben servir para reforzar su liderazgo y capacidad de gobierno.


Si el mandato de Hu Jintao (2002-2012) permitió incorporar al discurso político oficial algunas significativas manifestaciones asociadas al pensamiento confuciano, Xi Jinping, sin anular esas aportaciones, parece dispuesto a sumar el valor de la cultura legista, también integrante del pensamiento tradicional chino (Ríos, 2018). De esta forma, asistimos a una progresiva conformación del nuevo corpus ideológico del PCCh para el siglo XXI que tanto reafirma el marxismo o el maoísmo como enfatiza la actualidad del pensamiento clásico e igualmente coquetea con las fórmulas dominantes en el pensamiento occidental tratando, en cierta medida, de adoptar su fisionomía sin mimetizarlas de forma automática para dar forma a una convergencia ecléctica que no reniega sino suma cuanto de utilidad puede hallarse en los armarios ideológicos de la historia pasada y contemporánea para preservar su liderazgo.


Precisamente, el propio Xi Jinping ha destacado el valor de la cultura tradicional para mejorar la gobernanza del país. De igual manera, cabe destacar el esfuerzo de los actuales líderes por transformar en normativa jurídica las decisiones políticas que antaño se plasmaban, como mucho, en circulares internas del PCCh.


El neolegismo de Xi Jinping, evocado con una retórica que apunta a mejorar la gobernanza del Estado mediante la implementación de la ley, tiene como principal objetivo el fortalecimiento del poder del PCCh (en la escuela legista era el poder del monarca), situando la norma como base esencial del funcionamiento institucional a todos los niveles y fuente básica de autoridad para impedir que otros idearios desafíen el control de la primera dinastía orgánica de su historia, en especial el liberalismo occidental.


Gobernar mediante la ley exige conferirle a esta un valor clave a fin de reducir la discrecionalidad y la subjetividad en el ejercicio del poder. Esto implica fortalecer el valor de la propia Constitución del país, hasta ahora en buena medida nominal, y  establecer un marco de actuación que replantee y delimite con claridad la posición del PCCh en el conjunto del sistema jurídico. En paralelo, cabría conferir a las asambleas populares a los distintos niveles un mayor dinamismo, menos rigidez y más facultades de iniciativa y control a la hora de asegurar la adecuación a la ley de todos los instrumentos y actores en juego.


Buena parte del énfasis a este nivel abunda en la reforma judicial. En los últimos tiempos se airearon en la prensa china numerosos casos de errores judiciales habiéndose  ensayado una mayor transparencia. El PCCh ofrece compromisos en materia de elevación de la competencia técnica de los magistrados, apuesta por la profesionalización, aumenta las exigencias de responsabilidad por sus decisiones y reduce el papel de las autoridades locales a la hora de entrometerse en la administración de justicia. Esto no quiere decir que las organizaciones del PCCh vayan a desaparecer de los tribunales, pero sí que los jueces tendrán más espacio para ejercitar la imparcialidad sin interferencias, lo cual ayudará a fortalecer su credibilidad ante la opinión pública.


El primer frente se plantea a nivel de base, pero debiera alcanzar a la máxima cúspide. Las competencias disciplinarias que usufructúa el propio PCCh, gestor en la práctica de un fuero especial para sus más de 90 millones de militantes, exigen una clarificación de fronteras. Las reglas de funcionamiento del PCCh dependen del Estado de derecho, no pueden estar en contradicción con él, lo cual exige preservar la plena igualdad de personas físicas y jurídicas ante la ley.


Tampoco puede avanzar realmente el Estado de derecho –a no ser que se interprete como una coartada para legitimar un poder incontestable– si no se efectivizan mecanismos para garantizar que los derechos de los ciudadanos reconocidos en la Constitución se puedan ejercer de facto dotándoles de amparo suficiente. La Constitución se proclama como núcleo y esencia de la acción de gobierno y ello implica que los derechos (no solo en los procedimientos judiciales) deben ser no solo respetados sino fomentados en su reconocimiento y aplicación.


Este nuevo discurso podría favorecer igualmente la imagen de China en el mundo, apadrinando unos modos y una cultura política que parecen avanzar por la senda de la modernidad; no obstante, de las palabras a los hechos, para convertir en cosa del pasado las carencias que la afean, se necesitará algo más que buena voluntad. El PCCh tiene la última palabra.


Un Estado con derecho


Tradicionalmente, a la hora de evaluar los ejes del cambio iniciado en 1978 con Deng Xiaoping otorgamos más importancia a la reforma que a la apertura al exterior. Sin embargo, para una civilización que ha vivido siglos y siglos encerrada en sí misma, es la apertura al mundo la clave de mayor trascendencia. De hecho, nunca China ha sido tan interdependiente como ahora y ello señala una transformación de gran envergadura.


Del mismo modo, hoy día, cuando China asiste a una oleada de nuevas reformas “integrales”, gran parte del acento se traslada a la magnitud de los cambios económicos, ciertamente importantes porque deben auspiciar un nuevo modelo de desarrollo y reforzar y completar los engarces pendientes con el exterior incluso en áreas de tanta relevancia como la financiera. No obstante, en paralelo, se está alentando igualmente un cambio en la cultura política de gran significación histórica.


La reforma política en curso no supone afectar las columnas de la estructura sistémica vigente, sino de asociarlas a una institucionalidad basada en un cuerpo normativo que sirva de referencia para una gobernanza más moderna y, quizá, más transparente. Esto se aprecia en el empeño de los actuales líderes por dotar de base legal las nuevas políticas, retrasando su aplicación hasta contar con las normas y reglamentos adecuados. No solo se trata pues de que el mercado tenga un rol más decisivo, sino que también lo tenga la ley. La práctica habitual en esta China siempre ha consistido en llevar a cabo las reformas a partir de decisiones políticas que no han contado con soporte normativo estatal e incluso a veces siendo adoptadas por órganos no institucionalizados como las cumbres veraniegas en el balneario de Beidahe, a las afueras de Beijing. La codificación debe rigorizar dichos procesos, reducir la opacidad y contribuir a mejorar el control del PCCh. En suma, en una China gobernada por una ley que entroniza el papel del Partido, sus  gestores deben interiorizar la necesidad de la legislación, actuando no ya en función de los principios de legitimidad revolucionaria o crecimiento sino de legalidad.


En dicho proceso, un elemento esencial es la concepción de los derechos de las personas. La abolición del sistema de laojiao, por ejemplo, que permitía condenar a criminales de poca monta –y también “peticionarios”– hasta cuatro años de cárcel sin juicio, o la exclusión de las pruebas y testimonios obtenidos bajo tortura, como medio para prevenir los errores judiciales estableciendo que sin evidencias claras no puede haber condena, concretan una apuesta por un enfoque diferente de la ciudadanía para quien la ley debe ser guía de su conducta pero también base irrenunciable de su derecho.


Son pasos positivos, pero que nadie se llame a engaño. Xi Jinping reforzará por esta vía el fundamento jurídico, la transparencia normativa y el valor del procedimiento en la acción de gobierno, pero no permitirá que la disidencia se interponga en sus planes y será tan duro con ella como sus antecesores.  El cuánto afectará este proceso a un PCCh habituado a instrumentar la norma únicamente en su propio beneficio es una incógnita. La “jaula de regulaciones” aludida por Xi como sustento para subordinar el Partido y el Estado al orden jurídico ambiciona sentar las bases de una nueva concepción política de la estabilidad, pero ese Estado con derecho, observador del principio de legalidad, estará más próximo, al menos a corto plazo, al utilitarismo del legismo que a la limitación del poder instituida en un Estado de derecho y cuya primera misión es proteger las libertades fundamentales de sus ciudadanos.


Los años de Xi Jinping serán un tiempo crucial para determinar el futuro de la modernización del país y dos son también los horizontes principales que se dibujan. Para unos, todo el acento debe ponerse en el fortalecimiento de las capacidades materiales a fin de blindar su emergencia. De tal modo, la primacía se otorga a las reformas económicas, al avance tecnológico, a la defensa, a todo aquello, en suma, que puede resultar en la revitalización del país asegurando las bases de una primacía irreversible. Para otros, dicho avance es engañoso e inestable en tanto las autoridades no sean capaces de brindar en paralelo las seguridades precisas para que China se convierta en un Estado de derecho real en el cual las libertades estén debidamente garantizadas y la democratización avance.


Quienes abogan hoy día por esta segunda opción, un colectivo muy heterogéneo que hace gala de una firme voluntad constructiva en contraposición con otros planteamientos del pasado deudores de mayores dosis de confrontación, secundan una preocupación manifestada por el propio Xi Jinping, quien ha enfatizado la importancia de hacer de la Constitución un documento vivo y dotado de autenticidad. Esta invitación conciliadora a trascender la letra muerta de la Carta Magna parte de la necesidad de establecer un nuevo pacto entre el poder y la sociedad basado no ya en la proporción de riqueza a cambio de lealtad sino en el reconocimiento de la ley como principio básico de la convivencia.


No es una cuestión menor. Constituye todo un cambio cultural, nada fácil en un país donde el desarrollo y la libertad de los individuos siempre han quedado en segundo plano cediendo la preeminencia a un razonamiento en términos de armonía y de regulación espontánea del cuerpo social. Y no solo afecta a los derechos y libertades. El respeto a la ley exige dotar de normativa y transparencia el proceso que está por llegar para someter la voracidad de las oligarquías locales a la vista del apetitoso pastel que se abre ante ellos con la reforma gubernativa en curso y la desmonopolización de una parte sustancial del sector público.


Este planteamiento, que no es nuevo en el debate político chino, sugiere una fecha de caducidad para una modernización autoritaria que ha vaciado de sentido el reconocimiento constitucional de muchos derechos universales, empezando por la libertad de expresión. La demanda de pleno respeto a los mandatos constitucionales sugiere implícitamente una puesta en cuestión de la naturaleza fáctica del actual sistema político, en muchos aspectos abiertamente contradictorio con dichos preceptos. La distancia que separa la letra de una Constitución que reconoce muchos derechos a los ciudadanos y su implementación efectiva es bien conocida y está bastante extendida. Diluir ese distanciamiento entre discurso y realidad sin poner en cuestión el monopolio del PCCh parece una misión compleja.


Xi Jinping ha destacado que la columna vertebral de la Constitución es la protección de las personas, llevada a cabo de forma muy defectuosa por la falta de controles y el ejercicio de un poder sin restricciones que debilita su credibilidad. Xi ha aludido a que nadie debe estar por encima de la Constitución y la ley y ha conminado a someter el poder en una jaula de regulaciones, multiplicando los controles y la independencia de sus responsables. Quienes reclaman pasos en esa dirección, recuerdan que el Pacto internacional de derechos civiles y políticos, firmado por China en 1998, está aún pendiente de ratificación.


El ideal de renacimiento de la nación china al que tanto se adhieren quienes vitorean la China poderosa se vería ampliamente reforzado y dotado de credibilidad si se acompaña de pasos decididos para hacer realidad las previsiones constitucionales. La madurez y el nivel de conciencia de la sociedad china, cada vez más urbana, desmienten el viejo argumento de la inexistencia de condiciones idóneas. Una China poderosa pero presa del inmovilismo, con la ley en régimen de cuarentena y asentada sobre una inmensa riqueza que sugiere beneficios astronómicos a la oligarquía en detrimento de las aspiraciones de la mayoría social, está inevitablemente abocada a la inestabilidad.


Xi Jinping coquetea con la sustitución del empeño democrático por el recurso a la tecnogobernanza. Es decir, institucionalizar mecanismos que permitan la reunión de información, el diálogo o la participación canalizándose a través de una combinación de vigilancia, inteligencia artificial y big data, utilizando los algoritmos como un aliado sustancial para tomar decisiones, orientar y controlar el comportamiento público y en suma, dirigir el país. Está por ver que esto ayude –y no deteriore aun más- a fortalecer los procesos de participación democrática en sentido amplio.


Si Hu Jintao abogaba por una especie de deshielo reformista y democrático moderado, Xi se deshizo de esta estrategia, apostando por una reforma que combina los apelativos clásicos en el discurso del Partido con la plasmación de una alternativa al modelo de signo electoral con una gobernanza apoyada en dos reclamos: la gobernanza a través de la ley y la conjunción de gestión de datos y tecnología en red como una herramienta de gestión pública, una alternativa aplicable a individuos, instituciones o empresas, que tendrá un importante desarrollo en los próximos años.


Conclusión


Tras 100 años de historia y más de 70 al frente de los destinos de China, el PCCh es consciente de que la innovación y reforma políticas constituyen uno de sus retos principales. La crítica occidental centrada en la ausencia de “democracia representativa” y el no reconocimiento efectivo de derechos básicos nutren la caracterización del sistema político chino como “autoritario” o simplemente como una “dictadura” a modo de continuación del modelo maoísta basado en la experiencia soviética. Pero para un diagnóstico certero conviene explorar la variopinta complejidad de la gobernanza china.


Bueno es recordar siempre que en Asia la democracia representativa no goza de la tradición y antecedentes similares a Occidente. China ha sido gobernada por emperadores durante miles de años, y luego del siglo de humillación nacional la principal demanda era paz y desarrollo para salir de la pobreza extrema. En 1950 el ingreso promedio anual ascendía a 50 dólares por habitante, con una población campesina cercana al 90 por ciento del total. Hoy se ha superado la barrera de los 10.000 dólares per cápita y la población rural es inferior al 50 por ciento. Y aun resta mucho por hacer.


Buena parte de la legitimidad política del PCCh radica en esa gigantesca transformación, en el acelerado crecimiento que ha sacado de la pobreza a cientos de millones de personas. Guste o no, todos los estudios de opinión llevados a cabo por empresas de prestigio internacional, son coincidentes en que hay una alta satisfacción de la población con su sistema de gobierno. Es posible que a medida que aumenta el bienestar económico y social, las demandas de la población vayan cambiando y a las exigencias en materia de salud, ambiental, etc., se sumen otros desafíos más difíciles de encarar aún por el PCCh. No obstante, no debiéramos dar por hecho que irán en la dirección sugerida (y exigida) por los países desarrollados de Occidente.


La crisis que vive la región administrativa especial de Hong Kong, por ejemplo, con su origen en las diferencias a propósito de la orientación y calendario de la democratización, ilustra con claridad la firme voluntad del PCCh de asegurarse el control absoluto del proceso político sin reparar en los costes. No es solo el recurso a la legislación en materia de seguridad nacional sino también la promoción de reformas orientadas a cambiar el sistema electoral para abordar las “deficiencias” en la estructura política. Esas deficiencias son sinónimo de presencia de una oposición política que puede llegar a condicionar sus planes.


El politólogo estadounidense Daniel A. Bell caracteriza el modelo político chino en base a tres niveles diferentes: democrático en la base, experimentación en el medio y meritocracia en la cumbre (Bell, 2015). En el primer caso tenemos el ejemplo citado de los comités de aldea;  en el segundo, las dinámicas de ensayo y error auspiciadas a nivel local en interacción con el gobierno central que las evalúa antes de su generalización; en el tercero, la invariable presencia de la vieja tradición confuciana de acceder al servicio público mediante rigurosos exámenes. La meritocracia sigue marcando el proceso de designación de los potenciales servidores públicos para puestos ejecutivos.


La reforma política es una de las constantes que marcan el rumbo de China, especialmente en el periodo que se inicia en 1978. El XIII Congreso y el mandato de Hu Jintao han mostrado los avances discursivos más decididos, encontrando siempre resistencias e inoportunidades que han lastrado las intenciones. La asociación entre reforma política y democratización ha condicionado el denguismo, bajo la premisa de que “la ausencia de democracia significa ausencia de modernización” como dijera Hu Jintao en un discurso pronunciado en abril de 2006 en la Universidad de Yale. Con Xi, la reforma política se orienta por otro rumbo: la mejora de la gobernanza buscando una mayor eficiencia y no una mayor democracia.


La lentitud con que el PCCh ha abordado la democratización tiene como aliado el sentimiento cívico de que este no es un asunto tan urgente; buena parte de la sociedad china no hierve precisamente en deseos de adoptar una democracia de estilo occidental, que cuenta con muy pocos partidarios a pesar del ruido existente a menudo en nuestros medios. Esto viene abonado por un sentimiento común de que la separación de poderes deviene en una guerra permanente entre ellos, como dijera Deng Xiaoping, lo cual a muchos recuerda la revolución cultural. Si la democracia posible viene asociada de catástrofes políticas, piensan, es preferible no ponerse a la tarea.


La convicción de que la democracia liberal es un “tigre de papel” goza de profundo arraigo en el PCCh. Esa creencia se ha visto  reforzada en los últimos años a la vista de fiascos de alcance como la crisis financiera de 2008, la pésima gestión de la pandemia o la propia afrenta vivida en la meca de la democracia, el Capitolio estadounidense, en los primeros días de 2021, el año centenario del PCCh.


Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China. Su último libro: “La metamorfosis del comunismo en China. Una historia del PCCh: 1921-2021” (Editorial Kalandraka, 2021). 


Fuente: Observatorio de la Política China

Comentarios

Entradas populares