Ian Goodrum: La situación en Shanghái es sombría, pero Ómicron no es «imparable»

Nota de la Asociación: este artículo fue publicado el 4 de abril de 2022, pero no por llegar tarde la traducción pierde su interés.

Es un placer volver a publicar este perspicaz artículo escrito por Ian Goodrum para China Daily, en donde analiza el reciente brote de Covid-19 en Shanghái y cuestiona la lógica y los motivos detrás de aquellos que desde Occidente tildan de insostenible la dinámica estrategia de «Cero Covid» adoptada por China.

No se puede negar que Shanghái está atravesando tiempos difíciles.

Allí, conforme el brote local de COVID-19 ha ido creciendo, también lo han hecho las medidas para mantenerlo bajo control. Los residentes de algunas zonas llevan semanas confinados y toda la ciudad se encuentra paralizada desde principios de mes [NdT: de abril]. Los recuentos de casos diarios han eclipsado los máximos registrados en Wuhan al comienzo de la pandemia, y en la ciudad aún no se ha visto un descenso de casos en varios días. Actualmente, se siguen registrando decenas de miles de nuevos casos cada 24 horas. Ya sólo podemos esperar que estas cifras empiecen a cambiar y la ciudad sea capaz de superar con unidad este momento tan sombrío.

Pero estas preocupantes cifras llegan acompañadas de cantinelas que resultan familiares y provienen de un corillo que todos conocemos demasiado bien. Tal y como ya sucedió con olas anteriores, los medios de comunicación corporativos echan espumarajos por la boca, al tiempo que se apresuran en declarar el fin de la política de «Cero Covid» de China. Ya lo oímos el año pasado con la variante Delta, también cuando Ómicron comenzó su reinado como la cepa dominante. Lo hemos oído desde que se hizo imposible ignorar el estrepitoso fracaso de EE.UU. y Europa con respecto al control de la epidemia. Llevan con esta canción tanto tiempo, que el disco no sólo se ha roto, sino que se ha fusionado con el fonógrafo.

Como siempre, estas personas o bien son ignorantes por voluntad propia, o bien están impulsando una agenda, y esa es una distinción sin lugar a dudas estos días. Sí, la situación en Shanghái es grave, pero China es un país inmenso. Hay un montón de ciudades que han tenido sus propios brotes de Ómicron, pero que han salido adelante con mínimas consecuencias. Shenzhen, por ejemplo, un núcleo internacional en sí mismo y un enorme foco de población, cortó el brote de Ómicron por la raíz, gracias a un cierre temprano y una movilización masiva de personal encargado de realizar pruebas y repartir suministros. Qingdao, Tianjin, Dongguan y muchos otros lugares han sido capaces de frenar esta variante supuestamente inevitable con relativa facilidad.

Mientras tanto, los virólogos y epidemiólogos asentados en Occidente están a punto de rasgarse las vestiduras. A pesar de sus advertencias, un aparente engaño masivo se está apoderando de los ciudadanos de esos lugares, espoleados por los gobiernos, las corporaciones y los medios de comunicación que quieren volver a las andadas. Ahora que el peligro para los ricos ha disminuido hasta ser prácticamente nulo, y se ha empujado a los más vulnerables al contagio de vuelta al trabajo en empleos presenciales, al eliminarse los beneficios que se aplicaron durante la pandemia. Se ha decidido, convenientemente, que el COVID había llegado a su fin.

Pero resulta que a los virus no les importa si uno quiere que dejen de propagarse. La idea de que Ómicron era una rampa de salida de la pandemia, y que la estrategia de «dejarse llevar» —una actitud al estilo laissez-faire con el virus, equivalente a celebrar fiestas de varicela por todo el país— muestra que el camino a seguir aún no se ha confirmado. Todavía no tenemos datos concluyentes sobre la duración de la inmunidad que confiere Ómicron, ni sobre si puede prevenir de forma fiable la reinfección.

Todo lo que sabemos sobre este virus nos dice que la vigilancia debe seguir siendo nuestra consigna, por lo que cantar victoria frente a la pandemia parece un acto desesperado; una especie de  «Misión Cumplida» para dar un giro a la narrativa. Ya ha pasado antes; ¿recuerdan el pasado 4 de julio, cuando el presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, celebró un «verano de libertad»? Aquel bochornoso incidente quedó relegado al baúl de los recuerdos poco después, una vez que el país registró las peores cifras de contagios de su historia y un catastrófico balance de muertes diarias.

Aunque esta última oleada de infecciones parece estar en su ocaso, no sabemos qué nos depara el futuro. Nuevas variantes y subvariantes amenazan con volver a llevarlo todo a la casilla de salida, y el riesgo de «COVID largo» —síntomas duraderos que pueden debilitar incluso a los vacunados durante meses— no debería tomarse a la ligera. Por mi parte, valoro tener unos pulmones funcionales, y sería justo decir que el pueblo chino también lo hace.

Esto puede ser un inconveniente para mantener el tren del dinero en marcha, pero si se quiere preservar la salud pública, la política debe seguir a la ciencia y no al revés. Para ello, las medidas deben facilitar al máximo el cumplimiento de las mejores prácticas. Las pruebas, junto con la vacunación, deben ser gratuitas para garantizar que los casos se detecten a tiempo y que los que sí se infecten tengan menos probabilidades de desarrollar síntomas graves. Y cuando la propagación del virus haga imprescindible el confinamiento, los que no puedan trabajar no tengan que preocuparse por la falta de suministros básicos, ni por la pérdida de ingresos o la vivienda.

Es esa incertidumbre y ese miedo lo que ha llevado a tantos a creer lo que se les dice sobre esta pandemia, incluidas conspiraciones como la «fuga del laboratorio» o un «encubrimiento por parte de China». Cuando a la gente no le queda más remedio que poner en peligro su vida para evitar perder el empleo o la vivienda, se convierten en terreno fértil para agentes nocivos que siembran la duda y la desinformación. En lugar de aceptar la realidad de que sus sociedades les han fallado —o peor aún, les han considerado desechables en aras de impulsar el crecimiento económico— se refugian en cómodas ficciones sobre países que ya han sido condicionados a despreciar.

La situación en Shanghái nos enseña lo fácil que es que las cosas se salgan de control, pero China en su conjunto nos muestra que Ómicron está lejos de ser imbatible. Tenemos una serie de medidas desarrolladas a lo largo de años de experiencia, y hasta ahora han demostrado que funcionan incluso contra variantes que los medios corporativos han calificado de inevitables. Pero aún es demasiado pronto para abrir las proverbiales puertas de la declaración del fin de la política cero COVID, sea un virus cambiante o no. Hasta que una masa crítica de personas —en particular los ancianos y los inmunodeficientes— haya recibido las tres dosis necesarias para reducir el riesgo de hospitalización o muerte a un porcentaje manejable, las estrategias del tipo «convivir con el virus» se convertirán en estrategias de «morir con el virus» en tiempo récord.

China sólo tendrá una oportunidad para abrirse, y ya hemos visto lo que pasa cuando los países se equivocan: cientos de miles, incluso millones de muertes evitables. Estas sombrías estadísticas deberían ser motivo de indignación para las masas, pero los principales medios de comunicación occidentales han conseguido normalizar esta espantosa situación hasta un nivel preocupante. En mayo de 2020, el New York Times calificó de «pérdida incalculable» la muerte de 100.000 estadounidenses, con 1000 de sus nombres ocupando toda la portada. Cuando esa cifra se había multiplicado por nueve en febrero, ¿cuál fue el titular de ese mismo periódico? «900.000 muertos, pero muchos estadounidenses siguen Adelante». La historia ni siquiera acaparaba la primera página.

Es profundamente inmoral exigir que se sacrifiquen vidas humanas en aras del beneficio, y eso es precisamente lo que suponen esos llamamientos a dar un giro de 180 grados en cuanto a la política de China. El simple hecho de que las economías capitalistas avanzadas hayan incluido cientos o miles de muertes diarias dentro de los costes de hacer negocios no significa que sea correcto.

Son muchos los que se han sacrificado para evitar la propagación del virus en China, especialmente los trabajadores del sector sanitario y los voluntarios que se han unido a la primera línea de control de la pandemia en reiteradas ocasiones. Ahora están en Shanghái, haciendo todo lo posible para detener este nuevo brote. Los deshonramos con complacencia y con un lenguaje insensible sobre una variante «imparable» con la que tenemos que «convivir», lo que equivale a rendirse, pero con otras palabras.

Ellos no se están rindiendo. Nosotros tampoco deberíamos hacerlo.

Fuente: Friends of Socialist China

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